lunes, 21 de noviembre de 2011

La renovación no tiene precio

Es obvio que desde hace algunos años venimos experimentando un cambio evidente y palpable en múltiples aspectos del sistema social y económico en el que vivimos inmersos. Una de estas mutaciones es la cultura empresarial de muchas organizaciones, antaño fuertemente jerarquizadas, cerradas y, a menudo, carentes de unos códigos éticos o deontológicos sobre los que cercar sus actuaciones. Las expectativas de beneficio se fijaban en un plazo inmediato y el futuro se vislumbraba como un ente caprichoso e impredecible pero abordable como lo hace un navío rompehielos sobre un océano helado. El tamaño importaba, y una empresa grande no temía enfrentarse a los avatares de un futuro incierto, por adverso que éste pudiera parecer. Sin embargo, con la proliferación de los medios de comunicación y la gestación de una opinión pública informada y crítica, las empresas se vieron obligadas a abrir poco a poco -y no sin oponer cierta resistencia- su cultura empresarial y adaptarla a un modelo de mercado que se manifestaba más plural, exigente y justo. 
Sin embargo, algunas empresas optaron por ir unos pasos más allá y hacer algo que nunca antes se había hecho: ofrecer productos de calidad de forma gratuita. Lo que parecía un modelo de desarrollo insostenible ha ido dando paso poco a poco a un séquito de seguidores que pueden celebrar el hecho de haber conectado más con sus clientes en apenas unos años que grandes empresas en décadas. Uno de los casos más sonados es el de Google, nacido en la cuna de la ya venerada Sillicon Valley, apostó por una política empresarial basada en la confianza, la complicidad y, sobre todo, en la gratuidad. Actualmente cuenta con un sinfín de aplicaciones de libre descarga y otras tantas en desarrollo (denominadas beta) que han permitido amortiguar y facilitar la entrada de los usuarios en el mundo virtual en el que nos encontramos. Han desarrollado, como arquitectos digitales, un universo a nuestra medida al que nos hemos mudado sin rechistar, y lo han logrado gracias al desarrollo de una receta óptima que combina gratuidad y publicidad poco invasiva a partes iguales. 
Toda esta experiencia apela a la renovación constante del paradigma y nos recuerda la importancia capital del espíritu de reinvención e inconformismo crónico, la necesidad de no relajarse nunca y husmear las claves del presente para abordar el futuro no como un barco rompehielos sino como un velero, aprovechando los vientos que soplan a favor y sorteando, con estrategias inteligentes, los que amenacen nuestro rumbo.

viernes, 18 de marzo de 2011

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Durante las últimas semanas hemos estado recibiendo ingentes caudales de información, acontecimientos precipitados que se sepultan y eclipsan unos a otros poniendo en jaque nuestra desentrenada capacidad de procesado. Somos seres sumidos en la sociedad de la información, pero poseemos una capacidad cuestionable a la hora de asimilarla y aprehenderla, y por ello tendemos a recurrir a procesos que nos faciliten la tarea, uno de ellos es el etiquetado. Con este sencillo método asignamos una calificación a cualquier país, organización o personaje público y, amparándonos en la etiqueta asignada, jugamos a jueces y en ocasiones  incluso verdugos. Gadafi ha visto su etiqueta tachada y reescrita durante tan solo unos días, pasando de ser aliado de Occidente a enemigo internacional, transformación que el propio Hussein experimentó en su momento.
No deja de ser irónico que la maquinaria bélica de la OTAN se haya puesto en funcionamiento apoyada y alentada por la Liga Árabe, una asociación fundada por países tan democráticos como Egipto, Irak, Líbano, Arabia Saudí, Siria y Yemen. En los últimos años se han añadido otras perlas políticas de la cultura árabe como Libia, Marruecos, Túnez, Kuwait, Argelia, Emiratos Árabes, Bahrein, Catar, Palestina o Afganistán. Catar ha sido el primer país de La Liga que ha ofrecido su ayuda y apoyo material a la intervención de la OTAN, un país cuya forma de gobierno es una monarquía absoluta y cuyo primer ministro, Hamad bin Jassem, es primo del emir del mismo país. Los Emiratos Árabes también han prestado su apoyo, una asociación de estados orquestados por el primer ministro Mohamed bin Rashid, un tipo cuya fortuna fue colocada en el puesto número cuatro de la lista de miembros reales más ricos del mundo. Mauritania es otro estado miembro, un país que sufrió un golpe de estado militar hace tan solo tres años.
Toda esta enorme cadena de montaje y sesgado informativo solo puede hacer que me pregunte quién será el próximo títere fotografiado con los líderes europeos que vea cómo se desmorona su imperio por un cambio en la máquina de etiquetado.

lunes, 28 de febrero de 2011

Conformismo de doble filo


A veces el conformismo es peligroso. Nos avoca a una espiral de pasividad infinita recubierta de aceptación forzada por un status quo que no está mal, pero señores, tampoco está bien. Este tipo de actitud aflora en múltiples aspectos de la vida cotidiana, pero cuando escala a cotas más altas y se instaura en la cima de la psicología social puede hacer que perdamos el rumbo y encallemos en una marisma de ideas falsas y potencialmente dañinas para nuestra propia existencia. Tanto es así que llegamos a confundir el concepto de “proteger” con el de “perjudicar menos”, llegando a la estrambótica idea de que cuando el vehículo que conducimos emana la nada irrisoria cantidad de 150 gCO2/km estamos contribuyendo a una protección activa del medio ambiente. No nos confundamos, proteger no implica dañar menos, sino garantizar la existencia de un sistema, e incluso apuntando extremadamente alto, contribuir a su desarrollo. Sin embargo, los anuncios de coches se llenan la boca con cifras que oscilan entre los 100 y los 200 gCO2/km, siempre acompañado de la palabra “eco” y una guarnición bien emplazada de hojas verdes para calmar nuestras contaminadas conciencias.
Ahora bien, si viajamos de Madrid a Málaga con un coche que consuma 150 gCO2/km, al llegar a nuestro destino habremos generado una estela de 85,5 kilos de CO2,  uno de los principales gases de efecto invernadero. Creo que está bastante claro que los medidores de polución empiezan a rozar cotas nunca antes vistas, y que va siendo hora de que adaptemos nuestros modelos de transporte a las exigencias de una coyuntura ecológica que se está perfilando poco o nada apta para nuestra propia supervivencia. Hagamos gala de nuestro intrínseco ingenio y demostremos el verdadero valor de la palabra “proteger”.  

jueves, 17 de febrero de 2011

Cortinas de humo

A veces suceden cosas que uno no se explica muy bien. No solo desafían a las leyes de la lógica, sino que las torean con un arte que deja boquiabierta a toda la grada. La cronología de esta broma a largo plazo comienza el 26 de diciembre del 2006 con la promulgación de la primera Ley Antitabaco. En ella comienzan las primeras restricciones asociadas a los lugares donde se puede y no se puede fumar, incluyendo aquí lugares de trabajo y centros culturales. Además, se establecen también aquí las zonas de fumadores, espacios con separación física financiados por los propietarios. Pasan tan solo cinco años y se aprueba una nueva ley, la Ley Antitabaco 2011, esta vez altamente restrictiva y donde se anulan tales espacios, con lo que comprendería que algún que otro inversor en “zonas de fumadores” ande un poco cabreado con tan drástico giro en la hoja de ruta del Gobierno por atajar el tabaquismo.

Sin embargo y no me malinterpreten, no pretendo entrar a debatir la legitimidad de esta ley, sino reflexionar sobre el contraste entre la intensidad y contundencia con la que el Gobierno actúa hacia los consumidores y la permisividad y casi sumisión que procura a la Industria Tabacalera. En 2003 España ratificó el Convenio marco para el control del tabaco promovido por la OMS, y en el que se concedía un plazo de cinco años para eliminar cualquier tipo de publicidad, promoción o patrocinio relacionado con el tabaco. Seguramente al Sr. Morris y sus amigos esto no les hizo demasiada gracia, pero por suerte para él parece ser que ahí se acaban todas las medidas con las que el Gobierno pretende arremeter contra las tabacaleras. No olvidemos que se trata de un producto que contiene 34 sustancias potencialmente cancerígenas para los seres humanos, entre las que destaco nombres tan poco tranquilizadores como el Arsénico, Berilio, Benceno, Cadmio, Plomo o Polonio, y que en la combustión de un cigarrillo se crean más de 4000 compuestos químicos. Esta fiesta de la tabla periódica transcurre en diversas partes de nuestro organismo y propicia más de 1,2 millones de muertes anuales solo en Europa; es la protagonista en la aparición de 29 enfermedades de las cuales 10 de ellas son diferentes tipos de cáncer y es la causante del 95% de los cánceres de pulmón y el 50% de las enfermedades cardiovasculares (principal causa de muerte en lo que indebidamente consideramos mundo desarrollado). Esto, tan solo en España, genera un total de más de 50.000 muertes al año, más que accidentes de tráfico y consumo de drogas ilegales juntas.

Con todo, a uno no le resulta demasiado difícil comprar tabaco tanto en bares como en estancos. El sistema de “control” por botón no parece resultar demasiado efectivo y los camareros no tienen por qué ejercer de guardias de nadie, bien aprendida la lección, la mayoría de ellos apenas calculan mentalmente la edad del adolescente que les pide cambio. Es decir, en el proceso de la compra se han hecho vagos intentos por regularla, podríamos decir que casi nulos, mientras que en el momento del consumo las políticas adoptadas son asombrosamente restrictivas. En cuanto al proceso de fabricación mejor ni hablemos. Así que este panorama me suscita varias preguntas: ¿por qué no se actúa con las tabacaleras con la misma mano dura que se actúa con los consumidores? ¿qué tipo de intereses hay en juego para que un hecho tan evidente como es la muerte de 1.200 personas al día en el mundo no canalice vías de actuación directa contra el proceso de compra? ¿es acaso restringir el consumo una forma de lavarse las manos frente a este lento genocidio? ¿Por qué no se presiona a los fabricantes para reducir las dosis de nicotina y alquitrán?

“No pido disculpas por la nicotina —dijo un directivo de la industria del tabaco hace algunos años—Es lo que hace crecer el negocio, lo que nos asegura la clientela”. La táctica es efectiva. “Con niveles altos de nicotina —confirma la publicación holandesa Roken Welbeschouwd — se logra crear adicción más deprisa; después se reducen gradualmente tales niveles para que aumente el consumo y las ventas”. Pero como dijo Upton Sinclair, "Es difícil hacer que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda". Por cierto, yo fumo.

Alberto Dean

Entre dioses y toallas


Esta mañana me he despertado con cierto sentido del orden y he decidido organizar la leonera que tengo por habitación. Tras lanzar la toalla de ducha sobre el respaldo de una silla oportunamente colocada me he girado para continuar mis tareas del hogar cuando, a los pocos segundos  y tras  permanecer completamente inmóvil, la toalla ha decidido rendirse y desplomarse agónica sobre el suelo. El problema es que el objeto en cuestión es más bien tirando a negro y yo he registrado la caída con el rabillo del ojo, así que por unos instantes he sentido una sombra detrás de mi y, cual guerrero despierto, me he girado dispuesto a entablar batalla. El estado de alarma ha desparecido en cuanto he visto el inofensivo burruño tendido en el suelo.

Poco después he ido a la cocina a comer algo que no viene para nada al caso y he empezado a escuchar la puerta de la sala cerrarse y abrirse lentamente, fruto evidentemente de la corriente de aire que atravesaba el habitáculo en ese momento.

 A raíz de ambas experiencias, que de paranormales tienen más bien poco, me he empezado a plantear cómo habría sido enfocado el asunto por una persona nacida hace algunos siglos (el número es irrelevante, abstraeros al menos un par de siglos y, si queréis, seguid tirando de la cuerda). Con toda probabilidad lo sucedido habría sido achacado a la magia, el espiritismo o algún tipo de fuerza superior cuyo único propósito aquella mañana sería el de complicarme la ya de por sí molesta actividad de recoger mi habitación tirando toallas al suelo y jugueteando con bisagras poco engrasadas.

Con todo, a uno no le sorprende pensar que este tipo de explicaciones, basadas obviamente en la falta de conocimientos científicos que explicasen algo tan sencillo, fuese derivando poco a poco en una bola creciente en la que se asignaron nombres, fechas, hechos, códigos de conducta y hábitos para no mosquear a los de arriba, y que fueron impregnando el día a día de esos inocentes más por miedo que por amor al arte. Esa pelota habría crecido tanto que hoy en día la creeríamos real, y la llamaríamos Religión: insólito, el hombre “bautizaría” un movimiento con cualquiera de los cinco grandes nombres y acto seguido se sometería a él de la manera mas sumisa y humillante posible. Para ilustrarlo un poco mejor, podría decirse que vivimos en un apartamento donde evitamos hacer ruido a toda costa y alteramos considerablemente nuestra propia convivencia con tal de no molestar a los vecinos de arriba, que parece ser no tienen muy buen genio. Sin embargo pasan los años y poco a poco nos vamos dando cuenta de que tal piso nunca estuvo ocupado y que tales vecinos nunca existieron, por lo que nuestros intentos por mantenernos en absoluto silencio eran totalmente infundados e innecesarios. ¿Cómo sentirse tras tal descubrimiento? Se me ocurre un amplio abanico de adjetivos que abarca desde pasmado hasta gilipollas.

Yo por mi parte espero que la ciencia esté en lo cierto, porque de no ser así os estaría contando que una toalla intentó atacarme esta mañana y que mi consecuente grito despertó a algún que otro vecino cascarrabias.  

Alberto Dean Palacios

Del romanticismo al pragmatismo

“La naturaleza, amigos míos, es el espectáculo más sorprendente que puede mirar el hombre”- Con estas palabras el maestro Don Gregorio se dirige a sus alumnos con el comienzo de la primavera en “La lengua de las mariposas”. Pretende, con ello, incrementar su gusto por aquello que siempre les rodea pero a lo que tan poca atención prestan: intrépidos escarabajos, serpientes de fama desmerecida, verdes helechos, troncos ajados o voraces líquenes ávidos por conquistar el corazón de las rocas forman parte de un espectáculo de luces y sonidos que frecuentemente pasa desapercibido.

Es interesante tomarse unos minutos para analizar cómo la naturaleza ha pasado de ser un recurso vital a casi un estorbo a la hora de decidir dónde vamos a poner los muebles en este planeta del que ilegítimamente nos hemos adueñado. Como una amante ya olvidada, intentamos recordarla y solo vienen a nuestra cabeza algunos rasgos indefinidos y borrosos. A medida que se pierde en el pozo de nuestra memoria vamos construyendo una imagen romántica y poética que nada tiene que ver con su función real: mantenernos vivos.

Dice Richard Heinberg, un ideólogo del decrecimiento, que a la naturaleza solo le importa un tipo de inteligencia, y es aquella que nos permita ver las consecuencias probables de nuestros actos en relación a las perspectivas de supervivencia para poder así modificarlos en concordancia. Sin embargo, la inteligencia de la que tanta gala hacemos, aquella que nos permite fabricar videocámaras y escudos antimisiles nos pone a una altura intelectual equiparable a la de las levaduras: las pones en una botella con mosto y se comen rápidamente el azúcar que este contiene, consumiendo su única fuente de energía. Acto seguido excretarán un producto residual, el alcohol, que las envenenará y terminará con sus vidas. El trágico drama de las levaduras no deja de recordarme a nuestra propia existencia.

El tiempo apremia y va siendo hora de que despojemos a la naturaleza de esa imagen retórica y superflua por la que correteaba Pocahontas con sugerentes y anacrónicos vestidos y empezar a verla como lo que es, un macroentorno que nos mantiene con vida mientras le sea posible. No sobreestimemos su poder pensando que nuestras infantiles fechorías poseen rápido arreglo, y empecemos a supeditar nuestros intereses a la que antaño fue conocida como Pacha Mama (Madre Tierra). Un respeto a nuestros mayores.

Alberto Dean

Y nosotros, ¿por qué no?

Esta mañana me encontraba pasando por el centro de Bruselas, ciudad donde estoy cursando mi Erasmus, y se me antojó acercarme a ver el Manneken Pis. Para aquellos que no lo conozcáis se trata de una pequeña estatuilla situada en la zona del centro y por la que los belgas sienten especial devoción: un sucedáneo de querubín haciendo pis y con una altura próxima a los cincuenta centímetros. Cuando he llegado ahí me ha sorprendido lo simple y básica que resulta la obra en cuestión, por lo que también me ha sorprendido que no haya una tienda de souvenirs que se precie en Bruselas que no tenga llaveros, figuras de chocolate y camisetas con el niño de la meada larga.

Aunque mi juicio al principio ha sido “estos belgas se sorprenden con cualquier cosa”, dándole vueltas me he dado cuenta de que en realidad se trata de una genuina estrategia de marketing, despertando el interés de los turistas con tan poco atractiva atracción.
Pasta italiana, vinos franceses, el Big Ben, la Torre Eiffel, la mozzarella di bufala o el chocolate belga. Todos ellos son muestras claras de los resultados de algo que podríamos llamar MKT internacional. Se trata de iconos de todo tipo (gastronómicos, monumentales, arquitectónicos, etc.) que centrifugan a miles de personas a su alrededor porque son conscientes del interés que pueden llegar a generar con las claves de comunicación necesarias.
Sin embargo, y he aquí el quid de la cuestión, en España parecemos estar carentes de tales ambiciones y nuestros complejos funcionan a modo de cadenas ancladas al pasado. Somos el país que aprovecha el rebufo de la Europa más avanzada, los que más turistas exportamos y más productos importamos, el país de las oportunidades perdidas. Somos playa, toros, tortilla de patatas y paella, pero la iniciativa particular que ofrezca algo más que tan manidos reclamos está totalmente estancada. El pánico escénico no nos deja mover ficha, pero renovarse o morir es la oración que todo país dependiente del turismo debería rezar. Puede que vaya siendo hora de lavarnos la cara y encontrar el valor comercial de aquellas cosas que consideramos cotidianas (hace poco una amiga me comentaba que le encanta el chocolate con churros pero que en su Alemania natal no hay manera de encontrarlos).

Dice Ferrán Adriá, como embajador gastronómico en el extranjero, que es el momento de promocionar productos españoles más allá de nuestras fronteras, pero no nos quedemos en la cocina y vayamos un poco más allá.

Por cierto, yo ya tengo mi llavero del Manneken Pis.

Alberto Dean

Licencias


 
Un tipo camina hacia mi por la acera. Yo camino hacia él con misma dirección, sentido, y similar velocidad. El espacio es ancho, y ante la posibilidad de circular tanto por la izquierda como por la derecha, el hombre, como buen indeciso, se mantiene por el centro del camino. A una distancia próxima a los cinco metros empiezo a sospechar que mis expectativas eran erróneas y el tipo en cuestión no tiene intención alguna en apartarse. A los dos metros me doy cuenta de que si no llevo a cabo una drástica modificación en mi hoja de ruta la colisión será inminente, como si de un iceberg se tratase. A un metro y acercándose decido ejecutar un movimiento de torsión sobre mi propio cuerpo y nuestras trayectorias se cruzan habiendo evitado una gran catástrofe. Mi contrincante peatonal no hace gesto ni ademán alguno de agradecimiento y continúa su camino, inconsciente del peligro al que ha sido expuesto.  
Ya a salvo, empiezo a pensar en lo sucedido y tengo una serie de revelaciones. ¿Por qué he tenido que apartarme solo yo?¿Es que ese tipo es más importante?¿Qué habría sucedido si no lo hubiese evitado? Aunque mi hombro está intacto, mi ego se encuentra dañado y me prometo a mi mismo no volver a apartarme la próxima vez que suceda algo similar, aunque finalmente uno deba caminar por la acera como si de una carrera de obstáculos se tratase.
Todo esto me lleva a pensar si quizás no deberíamos estar obligados a poseer una licencia de peatones para caminar por la calle, y es que a veces las trayectorias errantes de más de uno pueden llegar a hacer perder la paciencia. Si tomamos en serio esta reflexión podríamos llegar a implantar intermitentes en los hombros, luces de freno en el trasero y en casos extremos flotadores a modo de parachoques. Esperemos no llegar a ese punto, y para ello nada mejor que invertir un poco de empatía en nuestros paseos callejeros y no pisar la imaginaria línea discontinua que divide la acera.
Alberto Dean